no había forma inhumana de sacarla de allí.
Siempre le comentaba que el mejor paraíso era el infierno,
escondido en unos labios
-que representasen la palabra 'pecado'-
y supiesen a caída,
desde un séptimo. Sin ascensor.
Las ganas que le quedaban en el cuerpo
eran un simple resquicio del error,
el cual tenía asignado una llave única
que abría todas sus puertas.
No os confundais, L era ingenua, sí.
Tanto, que podía matar de sinceridad para dentro
y salvarte de mentira para fuera
en cuestión de una mirada.
Todos los jueves eran su santo,
todos los febreros su búnker
y ahora,
solo le quedaba un m o n s t r u o por hogar.
A estaba decidida,
aquel destino sería para siempre
y en la recámara solo quedaban dos rosas secas
con sus nombres grabados;
la despedida era inminente,
el mundo podía esperar.